domingo, 3 de febrero de 2013

(1) Hundimientos y revueltas




diálogo con Fausto Bertinotti


Se hunden las dictaduras del Norte de África, en Europa nacen nuevos movimientos sociales, incluso en Estados Unidos tienen lugar imponentes manifestaciones. ¿Cómo podemos definir estos conflictos de un nivel global, y a the protester (“el manifestante”), que la revista «Time» eligió como personaje del año 2011?

Hay un hilo rojo que recorre estos acontecimientos, estas agitaciones, estas personas en lucha: es la revuelta, son las revueltas. Se dan, obviamente, especificidades, pero yo no las catalogaría a partir de los distintos continentes (África del Norte, América del Norte, Europa), porque lo que destaca es que todas esas revueltas presentan rasgos homogéneos. Dejaría fuera únicamente el caso de Libia, más parecido a la guerra del Golfo, es decir a un conflicto bélico en el que Occidente juega un papel decisivo, encaminado de forma más o menos explícita a redefinir las fronteras geopolíticas para repartirse los recursos energéticos (como lo ha descrito bien el historiador Gian Paolo Calchi Novati).
Se trata de revueltas autogeneradas, no hay en ellas ningún elemento mayéutico, ninguna dirección externa: no las encabeza ningún partido político y tampoco líderes carismáticos identificables como tales. Yo hablaría más bien de una sedimentación que, en estos años, ha fraguado en agitación y se ha explicitado en formas y modalidades inéditas.
Podemos señalar algunas características comunes y determinados temas de fondo: en primer lugar el rechazo a una injusticia sufrida; después, la búsqueda de futuro; y en tercer lugar, la reacción contra la represión violenta, contra la violencia del sistema.
El antecedente son las revueltas del otoño de 2005 en las banlieues parisinas. El 27 de octubre, en Clichy-sous-Bois, dos adolescentes hijos de emigrantes africanos y magrebíes, Zyed Benna de 17 años y Bouna Traoré de 15, mueren electrocutados por un transformador en el interior de la cabina de una instalación eléctrica; un tercero, Muhittin Altun de 17 años, sufre heridas graves. No está claro el motivo por el que los tres estaban en aquel lugar; según algunos, les perseguía la policía porque habían cometido un hurto y escalaron el muro para esconderse. La acusación resultará infundada. Es la mecha: la muerte de “uno de los suyos”. Como en Tunicia con Mohamed Buazizi, el joven al que se negó el trabajo, que fue humillado por el sistema político con el rechazo incluso a escuchar sus argumentos, su recurso; entonces llevó a cabo el gesto extremo de prenderse fuego y negarse a sí mismo la vida: una doble negación. Muertes dramáticas que, paradójicamente, nos hablan de la vida, porque son la chispa que hace estallar la revuelta. De la negación de la vida, de la anulación, surgen la rebelión y el rechazo del poder injusto y violento.


Sería cosa de preguntarse por qué precisamente en ese momento, precisamente en 2011, y por qué con esa intensidad...

Para responder a ese interrogante, hemos de entender el papel que desempeña el poder constituido. Las revueltas de las banlieues parisinas son paradigmáticas porque, en aquella situación, el entonces ministro del Interior Nicolas Sarkozy, no sólo perseguía el objetivo de la “tolerancia cero”, sino que no dudó en calificar de “canallas” a aquellos muchachos y muchachas. El poder no comprende lo que está ocurriendo en la sociedad: allí como en otros lugares, en todas partes. Yo lo definiría sin dudar como la ceguera de occidente y del poder de nuestro tiempo.
Al final de la década pasada se va configurando poco a poco una nueva generación que, a través de manifestaciones diversas y de múltiples luchas, encarna una posibilidad para la revuelta. Es la generación de la precariedad, la que sufre la traición, en occidente, de las promesas de la democracia, del desarrollo y de la política, mientras la globalización ha dejado ya de ilusionar incluso a sus propios corifeos. Esa ebullición se manifestará a escala global en 2011. Y lo hará en formas y modalidades inéditas, conectando, por ejemplo, el mundo virtual y la plaza real. Es decir, utilizando los nuevos instrumentos de comunicación –Facebook, Twitter...– como si fuesen una “segunda piel”. Plaza virtual y mundo real son inescindibles en esta nueva fase: representan las dos caras de la misma medalla.
Precisamente en 2011 las revueltas, en su pluralidad, toman cuerpo y se despliegan porque se difunde entonces de forma explícita la conciencia de la irreformabilidad interna del gobierno de los Estados, o mejor dicho de los regímenes, y en último término del sistema entero.


Citas el gobierno de los Estados, hablas luego de regímenes, y en último análisis del sistema económico y social vigente. Estos contextos diferentes, ¿han favorecido, los tres, el nacimiento de las revueltas?

Hemos de partir de una palabra clave: irreformabilidad.
Después de la descolonización, y desvanecidas ya las esperanzas suscitadas por el panarabismo que, desde finales de los años cincuenta, quiso implantar una soberanía y una autonomía económica y política respecto de occidente por parte de los países de la península arábiga y el Norte de África, en estas áreas se instauraron reales y verdaderos Estados autocráticos. El despotismo y la corrupción se tradujeron en un inmovilismo que, a largo plazo, estaba llevando a la región a una decadencia completa e incontrovertible. La gestión del poder a través del familismo y el nepotismo no permitía una reforma siquiera mínima, es decir un cambio “desde dentro”. Todo lo cual, naturalmente, se reforzó y agudizó con la escalada de la crisis económica.
En Europa, por el contrario, se prepara desde arriba el advenimiento de un nuevo régimen; o por lo menos, se intenta. Es el arrumbamiento drástico de la etapa democrática, para entendernos de los treinta años gloriosos de los trabajadores que tuvieron su ápice en el bienio 68-69. Los años del derecho del trabajo y en el trabajo y del welfare state, o dicho de otro modo de las luchas de clase que dieron lugar al compromiso dinámico entre el capitalismo y el movimiento obrero. En Europa se quiere poner en discusión precisamente ese compromiso: se pretende, en suma, una auténtica revancha de clase para construir un nuevo capitalismo totalizante “puro”.
Una irreformabilidad diferente, por tanto, pero con la constante de la imposibilidad de un cambio desde el interior del sistema. En el caso de las revueltas del Norte de África, el continuismo desesperado del ejercicio del poder por parte de los regímenes moribundos y, en ese contexto, la conciencia creciente de que es posible obtener resultados inmediatos, atizan la revuelta; en el Viejo Continente es la naciente posibilidad de construcción de un régimen sin democracia lo que provoca la indignación de miles de personas, jóvenes sobre todo. El resultado de las revueltas en Europa es aún incierto precisamente porque se sitúan en un cuerpo a cuerpo conflictual con quienes quieren instaurar ese nuevo tipo de régimen. No se trata en todo caso, por parte de quienes se oponen, de conservar lo existente tal como es, sino de tener claro finalmente el proceso de radical mutación económica y política hacia el que Europa debería y podría tender. También por esa razón, el tiempo de las revueltas no puede ser sino largo e incierto.


Muy radicales son también los objetivos del movimiento estadounidense Occupy Wall Street, que el estudioso Immanuel Wallerstein ha definido como el mayor movimiento activo en EEUU desde el del sesenta y ocho...

Indudablemente. Ahí encontramos la lucidez del análisis y el sentido práctico del objetivo, dirigido no contra la Casa Blanca sino contra los templos del poder real, es decir el económico-financiero. La prueba es la frase que pronunció Barack Obama en la inauguración de la campaña para las presidenciales de 2012: «La política ha perdido.» Y aun más: se encuentra una extraordinaria heterogeneidad de subjetividades en el movimiento, por no hablar de las formas concretas de la acción política, conectadas a la amplitud del consenso alcanzado.
Me parece decisivo, por lo demás, otro elemento peculiar de Occupy Wall Street: el retorno de la política que sabe distinguir y practicar el conflicto. En los últimos años, en efecto, nos hemos acostumbrado a una política que se escondía detrás de la retórica de los “intereses generales”, camuflando de ese modo todo lo que, en cambio, era útil sólo para el poder constituido. Una política aceptada por una izquierda suicida que ha anulado al adversario asimilándose a él hasta hacerse indistinguible. Con el eslogan Nosotros somos el 99, vosotros el 1 por ciento se dice claramente, en la sociedad del capitalismo financiero globalizado, cuál es el sector mayoritario y cuál el minoritario, quiénes son los amigos y quién el enemigo. El uno por ciento no es reformable y, para defender sus intereses, construye una sociedad política no democrática.
Me vuelve a la mente el eslogan de diez años antes, el del movimiento de Génova: Vosotros G8, nosotros 6.000 millones. Es casi el paso del testigo, como en una carrera de relevos. Y sin embargo el contexto es diferente: en 2001 la globalización neoliberal y la guerra global preventiva y permanente estaban en su apogeo; en 2011 tanto ese tipo de guerra como el tipo de globalización se encuentran en una crisis profunda. Por más que sabemos que, históricamente, el capitalismo siempre ha buscado –y hasta hoy lo ha conseguido– reinventarse para escapar a las crisis que ha padecido.


¿Cuáles son, en tu opinión, los otros elementos de continuidad entre este movimiento y el que se desarrolló hace ya más de diez años?

En los dos casos se da la tensión para constituirse como un movimiento mundial. En segundo lugar, se trata de movimientos del siglo XXI: como hemos dicho en el diálogo anterior, se obvia el análisis sobre el fracaso del movimiento obrero y de la izquierda del siglo pasado, y se toma como punto de partida una plataforma cultural crítica externa a aquella derrota. En tercer lugar, la composición de los animadores de ambos movimientos tiene connotaciones de un fuerte rasgo generacional.
Pero las revueltas, en mayor medida que el movimiento de los movimientos, plantean dos temas de fondo: la democracia integral como práctica y apropiación directa del espacio público y la política como conflicto (no sólo de clase, sino como resultado de una pluralidad de contradicciones, entre ellas la de clase).
El movimiento que nace en Seattle en 1999 y que crece con las jornadas del G8 de Génova, hasta las imponentes manifestaciones contra la segunda guerra del Golfo, declara que otro mundo es posible y lo hace instaurando una relación con la política, entendida también como partidos e instituciones. Con todos sus límites esa política, pese a lo feroz de la crítica, es reconocida como interlocutora por el movimiento. Las revueltas, por el contrario, prescinden de la política dada: el juicio es en este caso tan severo que declara irreformable la política actual, en primer lugar la de las instituciones representativas y los partidos. Es más: asistimos a la toma de conciencia definitiva de que esa política ha sido devorada, estrangulada por el mercado. En ese sentido podemos hablar explícitamente, por un lado, de eutanasia de la política, y por otro, de las revueltas como posibles incubadoras de una política distinta, Las revueltas de 2011 tienen el mérito de ponerlo todo “patas arriba” y de gritar que “el rey está desnudo”. Por eso a partir de ellas es posible reemprender la marcha sin la obligación, como ha dicho uno de los líderes de Occupy Wall Street aludiendo a la alternativa entre demócratas y republicanos, de elegir entre la Coca Cola y la Pepsi Cola.


Sin embargo, muchos analistas e intelectuales sostienen que las revueltas no son revoluciones: ¿ocurre así por el espontaneísmo y por la ausencia de un programa político claro y definido?

Pienso que no se debe analizar las revueltas a través de categorías analíticas del siglo pasado. Las revueltas no son signos de espontaneísmo o, peor todavía, de inmadurez.
A finales del siglo XIX el colaborador más íntimo de Karl Marx, Friedrich Engels, sostiene que la realización de las reivindicaciones del movimiento deben pasar en adelante por la conquista del sufragio universal y, en consecuencia, por el nacimiento de una democracia parlamentaria bien asentada. Es evidente que, según esa tesis, las luchas, las protestas y las movilizaciones deben archivar todos los elementos de inmadurez con el fin de alcanzar su objetivo general, ya maduro, de superación de la sociedad capitalista en la democracia. Más aún, el mismo Engels declaró que había concluido ya el tiempo de la revuelta.
A inicios del siglo XX Lenin y los bolcheviques, en Rusia el año diecisiete, superaron la ingenua afirmación de Engels y propusieron, a través de la Revolución de Octubre, la supresión de cualquier forma de representación liberal –y por tanto burguesa–, con la finalidad explícita de conducir al proletariado a un orden nuevo. En este cuadro, la revolución es la fase madura de la lucha conjunta del movimiento obrero, que se dota de una estrategia, de un programa y de una práctica política que se orienta, en última instancia, a la abolición tanto de la propiedad privada de los medios de producción como de la explotación del hombre por el hombre. Las revueltas son calificadas, también en este caso, de mero espontaneísmo y de manifestaciones de una fase de inmadurez del movimiento obrero. El fracaso del socialismo real y la derrota del siglo XX obligan ahora a más de una reconsideración sobre el carácter lineal del crecimiento del movimiento obrero y sobre la naturaleza de las luchas, incluidas las revueltas.
Hoy, las revueltas son un estallido de energía y, al mismo tiempo, una puesta en práctica de esa energía vital. Las revueltas hablan de sí mismas en la medida en que, aquí y ahora, determinan y conjugan necesidad y deseo. Pueden ser un movimiento refundador de la política porque quieren, y contextualmente practican, una política nueva. Baste pensar en la horizontalidad de las discusiones y en las modalidades con frecuencia inéditas y participativas con las que se toman las decisiones; baste pensar en la radicalidad democrática que permea los momentos de conflicto vividos. Las revueltas expresan una potencialidad performativa.

Traducción Paco Rodríguez de Lecea 

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