viernes, 18 de enero de 2013

HUNDIMIENTOS Y GIROS (1)


Diálogo con Fausto Bertinotti


En el año 1991, el final de la Unión Soviética, señala el fin del mundo dividido en dos bloques contrapuestos. ¿Cómo recuerdas aquel hundimiento, Fausto?


Siempre he intentado comprender por qué mis recuerdos de aquel año son tan confusos. No se trata de un banal proceso de abandono. Son confusos porque me es difícil rastrearlo. En realidad podría parecer una paradoja porque es un año en el que sucede casi todo; y, sin embargo, no es así.

Indudablemente, el epicentro es el hundimiento de la Unión Soviética. ¿Qué sucede, entonces, cuando no se tiene memoria concreta de un acontecimiento que, según las tesis de Hobsbawm, clausura el siglo breve?  ¿Por qué este verdadero final de un mundo no es perceptible por naturaleza? Probablemente, para los de mi generación, aquella experiencia la habíamos dado antes por concluida.  El hundimiento de la URSS no produce emoción. Naturalmente, produce una percepción del fenómeno, pero no una emoción. Por el contrario, tengo un recuerdo nítido de la invasión de Checoslovaquia: el 20 de agosto de 1968 mientras repartía octavillas en una fábrica textil, en Verbano. Se me acercó un sindicalista quien me dijo que había tanques soviéticos en Praga. Inmediatamente me quedé consternado, tuve la percepción de una tragedia. Como la secuencia de una película: aquello podría ralentizar esa historia. Del hundimiento soviético no recuerdo nada; tendría que repasar la crónica de aquellos acontecimientos. Es porque aquello ya se había consumado antes en nuestras cabezas.

Recuerdo incluso una animada discusión con Vittorio Foa. Vittorio sostenía que, con el hundimiento de la URSS, se abría una nueva era, la de la democracia en el mundo. Yo, por el contrario, incluso considerando necesario y provechoso aquello para la historia de la humanidad,  no conseguía reconocer una consecuencia mecánicamente orientada a la liberación; me parecía, sin embargo, que paralelamente se estaba afirmando un nuevo capitalismo portador de unas inéditas formas de explotación y alienación.  Este juicio se apoyaba en un hecho anterior al hundimiento: la primera guerra del Golfo. Una guerra de nuevo tipo en un mundo que no se estaba prefigurando como el reino de la libertad, sino como un nuevo orden de contradicciones no menos dramáticas que las anteriores.  


Causas endógenas y causas exógenas llevaron a la caída de la URSS. SegúnBruno Buongiovanni, había más necesidad de Estado (entendido como normas que den seguridad jurídica, ciudadanos responsables, comportamientos uniformes de las Administraciones) con respecto a un no-Estado totalitario y arbitrario que se ha ido consolidando con el tiempo. ¿Compartes esta tesis?  


No me convence esta tesis. Creo que la dialéctica principal para analizar la historia de la URSS no es la de Estado-mercado-sociedad civil, sino otra: entre “socialismo o no”. Yendo por lo derecho: en mi opinión, había más necesidad de socialismo, no de menos socialismo.

La opinión de Buongiovanni es una crítica propia de la escuela liberal. Se quiere afirmar substancialmente que en la URSS faltaba el estado de derecho: ausencia de elecciones y de pluralismo político, inexistencia de las libertades de prensa y religiosa. Son unos temas a los que soy muy sensible y no los miro con ninguna arrogancia. Pero no me parece el filtro prevalente para analizar aquella experiencia.  Para sacar buen provecho, el filón crítico de Buongiovanni estaría conectado a otra tesis: el reconocimiento del carácter revolucionario y constructor de nueva civilización que representó la ruptura de Octubre, donde la reivindicación de la superación de la sociedad capitalista y la afirmación de la revolución propone el socialismo como nuevo orden económico y social. Reivindico la primacía de esta lectura. En suma, quisiera comprender sobre qué cosa y cómo se ha encallado la hipótesis revolucionaria. En este sentido, me interesan todas las culturas críticas que se han movido en la historia: desde el obrerismo derrotado en Kronstadt hasta las tesis que Trotsky elaboró contra la burocracia que se transforma en Estado y cancela el empuje de transformación y liberación. Para entendernos, en la URSS hubo un exceso de estatalizaciónversus la necesidad de socialización, de socialismo.       


En los regímenes del socialismo real el exceso de estatalización significó incluso una especie de sacralidad del poder. El comunismo, como sostiene Marcello Flores, fue desahuciado por el Partido-Iglesia, por el paraíso en tierra a defender con todos los medios necesarios. ¿Se ha traicionado la revolución de ese modo?


Intentaré diferenciar algunos aspectos. El Novecento empieza en 1917, y –como sostiene Alain Badiou--  con la precipitación de la Revolución rusa se determinan una ruptura y un acontecimiento: la innovación de Lenin del cuerpo teórico del marxismo llevará al nacimiento de un proyecto, de una realidad y una cultura política que definirán a todo el movimiento obrero. En ese sentido, estamos poniendo la atención en la derrota que siguió a la escalada al cielo operada mediante la construcción de un sujeto político –el partido--  que habría debido materializar la misión histórica del proletariado y de la clase obrera. Primero fue la escalada al cielo y después vino la derrota.

Los puntos de observación y de lectura de la derrota son seguramente el partido y los conflictos internos en el partido. Es decir, afrontar el papel de las luchas fraticidas y de la represión, que fue advertida por Antonio Gramsci. Lo hizo en su célebre –como ocultada--  carta al grupo dirigente del partido bolchevique (*). El PCUS, a través de una feroz lucha interna, pierde progresivamente la posibilidad histórica de realizar la tarea de la construcción del socialismo. Es la lucha por el poder: el partido ya no se define en relación al objetivo que persigue sino por las burocracias que se instalan y deterioran irremediablemente la posibilidad de realizar la misión. Estas burocracias, como diría  Robert Michels, se van configurando, cada vez más, según la sociología del partido. Burocratización, pues, pero también esclerotización y transformación de la ideología como elemento progresivo a elemento negativo, justificativa de la existencia del partido (una especie de falsa consciencia). Sin excluir el dominio del partido sobre la sociedad civil.

De un lado, el partido y su inspiración; de otro lado, el partido que traiciona esa inspiración. La tesis de Flores estaría cogida con pinzas. Incluso conteniendo un núcleo de verdad, no explica la derrota. Recordemos que la Iglesia, al contrario del comunismo realizado, desde hace dos milenios está conjugando trascendencia e inmanencia, dimensión ultramundana e intramundana, perspectiva y realidad, sin haber sido submergida por la historia.

El paraíso no se puede secularizar. El mensaje evangélico de la Resurrección de la humanidad en Cristo tiene un carácter mesiánico y de espera. Que es congénito con este proceso, y puede atenuarse solamente mediante la fundación de la comunidad de los creyentes, o sea, de la iglesia. Es evidente que Lenin es deudor de Pablo de Tarso. Pero no hay una transposición tout court del  paraíso en la tierra. Más bien, es la realización de un sujeto –el partido--  que, haciéndose iglesia, es conjuntamente una construcción de comunidad, organización y jerarquía. Jerarquía de una organización y estabilidad de la jerarquía en la organización.

En este cuadro, es totalmente inapropiado criticar al partido porque se asemeja a la Iglesia. Hay que criticarlo laicamente por aquello que es en sí mismo. La semejanza con la Iglesia, paradójicamente, debería ser un elemento de fuerza y no de debilidad. La liturgia es necesaria: un sujeto comunitario tiene necesidad de ello al igual que todos los procesos revolucionarios. ¿En la Revolución francesa, Robespierre y los jacobinos no organizaron, acaso, un calendario diferente? ¿No pensaron en una diferente ritualización? Si se quiere fundar un nuevo orden, sus manifestaciones deben estar, a su modo, a la altura de la nueva dimensión simbólica. El espacio de la política no puede, no debe tener solamente el perímetro de la racionalidad.

La política es un gran proceso y su punto más alto es la categoría de revolución: ésta pone el objetivo más ambicioso, aunque relativamente, en la historia. Vuelve otra vez el equívoco del “paraíso en la tierra”, sobre todo si se piensa –con la revolución--  asignar al hombre un objetivo ilimitado, que esté a la altura de evitar su propio carácter finito. El gran desafío está, pues, en la finitud del hombre: una finitud que es, simultáneamente, complejidad personal, material, espiritual, afectiva, de memoria. Por todas estas razones, los elementos que llamamos simbólicos son parte consciente del proceso revolucionario y del proceso político. Incluso en el movimiento obrero ha habido demasiada poca liturgia, demasiada poca capacidad autónoma de auto representación y autonomía simbólica a excepción de los periodos inmediatamente posteriores de la revolución. Desafortunadamente, hemos sido mucha curia y demasiado poco iglesia.


Como tú mismo, Fausto, recordabas, la primera  guerra del Golfo es anterior a la desmembración de la URSS. En el debate a distancia entre Norberto Bobbio y Franco Fortini está el dilema de la relación entre vencedores y vencidos  en la historia que podemos referir a estos acontecimientos históricos. ¿Cómo interpretarías teóricamente la categoría de la derrota?


Para empezar, distingamos los campos de las categorías. En un momento concreto de la historia, los términos “vencedores” y “vencidos” no se aplican con la misma modalidad en el campo de los vencedores y, simultáneamente, a quienes contestan esa victoria. En la moderna sociedad capitalista no se pueden utilizar las mismas categorías hacia quien hegemoniza la organización del poder y, al mismo tiempo, en la discusión con sus opositores. En el ámbito de los que condenan, la pareja se disuelve de una sola manera: con la primacía de la victoria. Así como la victoria está interiorizada en el orden existente, la victoria representa un valor absoluto. Incluso si se examina críticamente respecto a los medios que se han empleado para alcanzarla, este proceso no se ha conducido nunca hasta el punto de considerar algunos medios no utilizables. De esa manera se ha perjudicado el mantenimiento mismo del orden. Es posible que, en determinadas condiciones, las clases dominantes rehuyan  la guerra, incluso la violencia, pero no hasta el punto de poner en crisis el orden constituido. En este contexto, la derrota es un disvalor. Volviendo a Marx, el pensamiento dominante es el pensamiento de las clases dominantes. Muchas veces, incluso los opositores se han contaminado de esta cultura política.

Esta cultura política, en los tiempos modernos, tiene un solo fundamento: más que a Maquiavelo, me refiero al ´maquiavelismo´, o sea, a la vulgata del pensamiento de Maquiavelo. Es la cultura política, según la cual, el poder es la manifestación efectual de la política, es decir, la capacidad de perseguir un objetivo mediante la realización de la eficacia. La eficacia es el terreno concreto de la aplicación del poder que se invoca desde la política. En el cinismo de las clases dirigentes, la fórmula de Carl von Clausewitz es la extrema aplicación de esta doctrina: la guerra como continuación eficaz de la política con otros medios.

La política como ciencia separada y como ciencia aplicable ha sido el vínculo de esta contaminación, y los oprimidos han heredado de los opresores una parte de la cultura prevalente. En gran medida han aceptado las tesis de que, la victoria conseguida de alguno modo, tiene un valor en sí y la derrota es un disvalor. Lo que es, en sí mismo, una auténtica cárcel.

Un pensador tan extraordinario como Walter Benjamin explora hasta el fondo esta posible subalternidad de los opresores en su contraste con los oprimidos. De hecho, Benjamin propone un terreno analítico que valora incluso la derrota. Benjamin habla de la rememoración, que no es simplemente el recuerdo o la memoria, sino una operación político-cultural en la que los que se proponen la liberación, en el tiempo presente, se reapropian de las razones de los “vencidos justos” a lo largo de toda la historia. La rememoración, que explora y da justicia a los vencidos de ayer, debe hacerte aceptar como hipótesis posible la propia derrota. Prefiere la victoria, pero no hasta el punto de que la victoria te desnaturalice y aliene. En breves palabras: no se puede vencer asumiendo las razones de tu adversario histórico.    


Fausto, ¿cómo se sitúa la guerra a la luz de estas reflexiones?


Sobre este tema tengo que hacer un esfuerzo mayor para construir discursos metahistóricos. Tengo necesidad de situar la guerra –y la violencia-- en un tiempo y en un espacio definidos. Siempre es horrible la guerra, pero se puede abordar si se presenta de manera diferenciada.

La Gran guerra representa la continuidad de la historia de la guerra entre los ejércitos; es el punto más extremo de la guerra entre ejércitos. La Segundaguerra mundial sucede a escala planetaria y es la guerra entre ejércitos pero, al mismo tiempo, sobre las poblaciones. Más todavía,  también los conflictos bélicos de la segunda posguerra, que nacen como consecuencia de dos específicas contenciones: la primera, en un mundo dividido en bloques, entre socialismo real y capitalismo real; la segunda, entre colonizados y colonizadores o entre el Norte y el Sur del mundo. Son guerras de liberación y son conflictos inducidos por la contraposición entre dos superpotencias, Estados Unidos y la URSS.

La primera guerra del Golfo es el abandono de estas tipologías de guerras modernas: políticamente estamos en un nuevo ciclo y morfológicamente en otro tipo de guerra. Son tres las dimensiones que la caracterizan. La primera: la guerra tiene como teatro un mundo unipolar con la substancial connotación imperial de los Estados Unidos. La segunda: es una guerra que, haciéndola los ejércitos, golpea directamente a la población para obligar al enemigo  a rendirse. Y lo hace –tercera cuestión--  mediante una inédita tecnología que posibilita que el agresor salga ileso del riesgo: un avión impersonal que golpea un objetivo real. En este sentido, tecnología y comunicación van de la mano, se funden cada vez más. Por ello, está ausente el mito del héroe; quien agrede es un arma, no un soldado. Y el arma es la expresión de la civilización. La muerte de los soldados en las guerras que ha conducido Occidente son excepciones que se han escapado de la regla. Recuerda la solemnidad de los funerales de Estado.

De hecho, es la primera vez que se hace la guerra en nombre de la civilización occidental. Esto disuade la disidencia, ya sea porque faltan las “retaguardias” del campo amigo que era la Unión Soviética, ya sea porque la guerra nueva se presenta en sintonía con las nuevas tecnologías y las comunicaciones y lenguajes emergentes. Y resurge el tema de la  "guerra justa"; no era justa cuando uno de los contendientes pertenecía a un bloque determinado, pero es justa cuando está relacionada con el nuevo orden que ya es unipolar. 


Quien se opone a la guerra, incluso en Italia, está constreñido a un papel de testimonio como aquella pegatina de los diputados comunistas con Pietro Ingrao al frente, que votó en el Parlamento contra la participación en la guerra de Irak. De acuerdo, fue un testimonio pero hoy podemos considerarlo como una advertencia porque captó el núcleo de la virtualidad devastadora de una nueva tipología de guerra –en un nuevo orden global--  que se convertirá, a continuación, en guerra de civilización, preventiva y permanente. Estos veinte años, también gracias a aquel pequeño gesto de conciencia han hecho nacer nuevos y grandes movimientos por la paz.      
       


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